Estábamos mirándonos,
grabados en el centro de la ciudad transparente.
Las calles de ceniza separaban
herencias de silencio alucinado.
Egipto había muerto, Alejandría,
después de ser helénica, lloraba
con los brazos profundos de perfume
caído en el desierto. Letanías
de días desfilaron.
Entonces vi que su mano de siempre estaba rota.
Vi que de su anillo incendiado se elevaba
un sonido silbante, contemplé
la montaña de granito y sus ojos en ella,
socavada de cuevas con esclavos cavando.
Era en el Sinaí; donde las minas
de cobre resucitan de pronto,
en una tarde ciega de un setiembre amoroso,
entre jardines colgantes y palabras
como profanaciones. Era
nunca.
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