En una cárcel de su
pueblo natal, Orihuela, ha muerto Miguel Hernández. Ha muerto solo, en una
España hostil, enemiga de la España en que vivió su juventud, adversaria de la
España que soñó su generosidad. Que otros maldigan a sus victimarios; que otros
analicen y estudien su poesía. Yo quiero recordarlo.
Lo conocí cantando canciones populares españolas, en 1937. Poseía voz de bajo,
un poco cerril, un poco de animal inocente: sonaba a campo, a eco grave
repetido por los valles, a piedra cayendo en un barranco. Tenía ojos oscuros de
avellano, limpios, sin nada retorcido o intelectual; la boca, como las manos y
el corazón, era grande y, como ellos, simple y jugosa, hecha de barro por unas manos
puras y torpes; de mediana estatura, más bien robusto, era ágil, con la
agilidad reposada de la sangre y los músculos, con la gravedad ágil de lo
terrestre: se veía que era más prójimo de los potros serios y de los novillos
melancólicos que de aquellos atormentados intelectuales compañeros suyos;
llevaba la cabeza casi rapada y usaba pantalones de pana y alpargatas: parecía
un soldado o un campesino. En aquella sala de un hotel de Valencia, llena de
humo, de vanidad y, también, de pasión verdadera, Miguel Hernández cantaba con
su voz de bajo y su cantar era como si todos los árboles cantaran. Como si un
solo árbol, el árbol de una España naciente y milenaria, empezara a cantar de
nuevo sus canciones. Ni chopo, ni olivo, ni encina, ni manzano, ni naranjo,
sino todos ellos juntos, fundidas sus savias, sus aromas y sus hojas en ese
árbol de carne y voz. Imposible recordarlo con palabras; más que en la memoria,
en el sabor del tiempo queda escrito.
Después lo oí recitar poemas de amor y de guerra. A través de los versos -y no
sabría decir ahora cómo eran o qué decían esos versos-, como a través de una
cortina de luz lujosa, se oía mugir y gemir, se oía agonizar a un animal tierno
y poderoso, un toro quizá, muerto en la tarde, alzando los ojos asombrados hacia
unos impasibles espectadores de humo. Y ya no quisiera recordarlo más, ahora
que tanto lo recuerdo. Sé que fuimos amigos; que caminamos por Madrid en ruinas
y por Valencia, de noche, junto al mar o por las callejuelas intrincadas; sé
que le gustaba trepar a los árboles y comer sandías, en tabernas de soldados;
sé que después lo vi en París y que su presencia fue como una ráfaga de sol, de
pan, en la ciudad negra. Lo recuerdo todo, pero no quisiera recordarlo...
No quiero recordarte, Miguel gran amigo de unos pocos días milagrosos y fuera
del tiempo, días de pasión en los que, al descubrirte, al descubrir a España,
descubrí una parte de mí, una raíz áspera y tierna, que me hizo más grande y
más antiguo. Que otros te recuerden.
Déjame que te olvide, porque el olvido de lo puro y de lo verdadero, el olvido
de lo mejor, es lo que nos da fuerzas para seguir viviendo en este mundo de
compromisos y reverencias, de saludos y ceremonias, maloliente y podrido.
Déjame que te olvide, para que en este olvido siga creciendo tu voz, hurtada ya
a tu cuerpo y a la memoria de los que te conocimos, libre y alta en los aires,
desasida de este tiempo de miseria.
Octavio Paz: Recoged
esa voz: Miguel Hernández. México 1942.